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Nuevas óperas, viejos problemas, por Javier Pérez Senz

Las apariencias a veces engañan. Tras el estreno absoluto de Jo, Dalí, ópera del octogenario, y felizmente en activo compositor catalán Xavier Benguerel (Barcelona, 1931), con libreto de Jaime Salom, celebrado el pasado 8 de junio en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en un montaje dirigido escénicamente por Xavier Albertí y musicalmente por Miquel Ortega, llega el estreno español, el próximo día 25, en el Gran Teatre del Liceu, de LByron, Un estiu sense estiu, ópera de otro compositor catalán, mucho más joven, Agustí Charles (Manresa, 1960), con libreto de Marc Rosich, cuyo estreno mundial tuvo lugar el pasado marzo en el Staatstheather de Darmstadt, coproductor del montaje que podremos ver en el coliseo lírico de las Ramblas, con dirección escénica de Alfonso Romero Mora y musical de Martin Lukas Meister. A simple vista, dos estrenos casi seguidos parecen indicar que la actual creación lírica catalana atraviesa un momento especialmente dulce. Y no es así. La obra de Benguerel se ha estrenado con diez años de retraso con respecto a la fecha su composición, así que la proximidad con el estreno de la obra de Charles es pura coincidencia. De hecho, la lista de compositores que esperan estrenar en los teatros españoles crece sin cesar porque, mientras no cambien las cosas, los estrenos se suceden con cuentagotas.
La lista de compositores que esperan estrenar en los teatros españoles crece sin cesar porque, mientras no cambien las cosas, los estrenos se suceden con cuentagotas.
Por mucho que se diga que la ópera está de moda, lo que está de moda son los títulos de siempre, el mal llamado gran repertorio, como si las obras maestras del siglo XX –en un fascinante arco de diversidad estilística que incluye, citando solo a los más representados, a Richard Strauss, Benjamin Britten, Leo Janácek, Dimitri Shostakóvich, Béla Bártok, Sergei Prokófiev, Olivier Messiaen o Györg Ligeti - no fueran también gran repertorio. Pese a quien pese, la ópera sigue viva. Con 500 años de tradición a cuestas, y con centenares de autores en todo el mundo que siguen produciendo óperas. Compositores como Hans Werner Henze, Helmuth Lacheman, Tan Dun, Philippe Boesmans, George Benjamin, Olga Neuwirth, Harrison Birtwistle, y un largo etcétera en el que pueden incluirse, sin complejos, músicos españoles como Cristóbal Halffter, José María Sánchez-Verdú, Enric Palomar o Hèctor Parra. Solo conozco dos forma de cargarse la ópera contemporánea. Una es, naturalmente, no programarla, opción políticamente incorrecta, aunque acariciada por esa plaga de gestores políticos que solo hablan de cultura con la calculadora en la mano. Y se quedan tan anchos: como la ópera de hoy no cuenta con el favor del público, es improbable ver alguna manifestación popular reclamando más estrenos. La otra forma de liquidar el asunto, mucho más perversa, es montar mal los nuevos títulos, en espacios inadecuados, para cubrir el expediente. El argumento siempre es el mismo: faltan recursos, falta público, no venden un clavo y la sala se queda casi vacía. Total, que al final se contratan orquestas mediocres, voces y directores de andar por casa. Mala cosa, porque nada hace más daño a una nueva partitura que un mal estreno, pues se cortan, de raíz, las posibilidades de reposición. Para paliar estas carencias se inventaron los montajes de pequeño y medio formato, un esfuerzo que solo puede dar buenos frutos cuando se apuesta, de verdad, por la excelencia interpretativa. Hay que ver nuevas ópera al mismo nivel que los títulos del repertorio. Si no, mejor el silencio y a esperar tiempos mejores.
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